Quiero, ahora mismo, coger el primer autobús que me dirija a mi paraíso particular.
El bosque.
Frondoso. Abrigado de su peculiar niebla espesa invernal a cierta altura, con su pedrería de lágrimas lluviosas.
Las tascas y barcillos cálidos que me rememoran a lo céltico, al olor de la hierba tan antiguo y sin corromper por la mano del hombre que se empeña en fumigar y, sin duda, coartado de la maleza del exterior y estresante Mundo.Oigo a los caminantes pasar con sus patatitas, bulbos, frutos de la madre Tierra. Una comida campestre en la cesta; me saluda cálido. Ya está, y sigue la aventura.
Los bosques verdes, son la sonrisa de los montes, la pelambrera acariciada por el cielo. Los árboles, amados por mí y por los que amamos la naturaleza (lo poco que hemos dejado permanecer) , me tientan a abrazarles tanto tiempo como mi olfato necesite oler su perfumado traje de resina.
Rápidamente voy a lo más alto de la colina, veo las puntas de todas las montañas; los hombres dejan de parecerme poderosos y grandes. Saco mi plateada, brillante, y flauta céltica, y no dudo en volverme loco. No dudo en tocar la mejor melodía irlandesa que se me ocurra, y entonces, todos los seres arbodrados, cantan.
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