Hoy he visto morir a un ser alado.
Nadie rezaría tanto excepto yo.
Sólo miraban como moría el ángel, todos mis sentidos. Con ojos expectantes.
Sólo pedía piedad mi alma. Piedad, Señor, piedad por este alma de ángel que yo he matado. Ten piedad por mi. Ten piedad por que no me duela.
En latín, en griego, castellano, qué importaba. Rezaba de mil maneras. No quería verlo morir.
Entonces, exaló unas palabras.
-Tú. Acércate a mí.
Entonces me señaló con un dedo blanco, fino y consumido, como una pluma de escribir que se alza al aire al escribir su última letra.
Sin dudarlo, dejé de pensar en todo lo que me venía a la cabeza. Acudí ante el ser alado.
-¿Rezabas a Dios por mí?
-Así es-le dije mientras le tomaba la mano, helada, ya empezando a dejar el mundo de los vivos.
-Antes de partir...-dijo debilmente-quiero decirte que confies en Él. Puedes hacerlo, tu creador estará siempre orgulloso de ti. Pero que sepas...que en mi no confiaste.
Me sobresalté.
-¿Cómo?
-Nunca has pensado en mí, ¿verdad? Nunca he sido tu ángel...
Entonces, me sentí airado.
-¿Estás loco? ¿Lo dices enserio? Maldita sea, maldita la hermosura de tus frutos. Maldita sea. Maldi...
No tuve tiempo más para maldecirlo a todo. Tomó mis labios como si me entregase su alma.
-Déjame partir al reino de los muertos...al reino de la nueva vida-dijo el ángel-Ya me has conocido.
Te veré allí, cuando llegue tu juicio...
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